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Las líneas que se desvanecen bajo el sol

Por María Paz Amaro

 

Aún cuando para Andrea Martínez ciertos elementos circunscritos por la fotografía son palmarios a la hora de abordar el paisaje, en esta ocasión opta por rehuir de convenciones arquetípicas. Martínez incide en enfatizar –como lo hicieran antes Odilón Redon o Jesús Sánchez Uribe– aquello que continúa fuera de los límites de  la lente, lo que no se ve. En un efecto de orden sinestésico, apuesta a reunir aquellos sentidos que intuyen el espacio a partir de una evocación.                     

Abarcar lo inabarcable es el reto que propone desde anteriores series relativas al mundo natural. Para ella, el accidente geográfico bien puede ofrecer más poesía que error. En función de su propia silueta y las escalas que ésta le permite, remonta búsquedas vitales en la historia de la humanidad: ubicarnos en la inmensidad, ella misma como herramienta de agrimensura, misma que reactiva aquello que contemplamos en el resultado final: un eje ficticio por medio del doblez, la mano como herramienta y, detrás de ella, la cadencia del cuerpo entero.   

                 

Por paradójico que suene, existe un desapego ante las posibilidades que el medio fotográfico ofrece como tal por medio de la tensión silenciosa que Martínez mantiene y que lleva como contrapeso la levedad, si bien persigue dar pistas para otras clases de interpretación al romper con la escala y promover una primera desorientación, como lo hiciera Mary Miss en sus emplazamientos más célebres. Desafiar las proporciones establecidas, mover el supuesto horizonte –que a menudo constituye uno de nuestros principales referentes– y conceder un centro nebuloso en sustitución de lo preciso. Los brillos que el espectador advierte rearticulan la noción del espacio de modo casi subliminal. Es así que asegura el recorrido trastocando la convención de las piezas aquí reunidas. El resultado pretende asimismo desafiar el orden arquitectónico a partir de la extensión de las líneas proyectadas por las imágenes.             

        

El conjunto de obra presente nos hace reparar en que nada es lineal. Al final, nadie sabe bien a bien dónde está parado, no contamos con ninguna certeza. Aunque en distintos soportes, el experimento de Andrea Martínez rememora el de Doris Salcedo presente en la gran falla tectónica simulada en Shibolet. Es en el laberinto, en la aceptación radical de que no existe ningún centro, en medio del cenit y el nadir, donde a través de la experiencia nos perdemos para reencontrarnos en la inmensidad del orden terrestre. En las piezas logradas por Andrea Martínez, la gestación del espacio adquiere una nueva connotación artística a la vez que metafísica.

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